“Yo solo entiendo de ovejas y de mujeres”, solía repetir Antonio Burguillo, que se había ganado la vida como pastor desde que se quedase huérfano de padre con trece años. Ya antes, con sólo tres años, había perdido a su madre, quedándose huérfanos de madre él, su hermano y sus dos hermanas. Antonio vivía feliz en un Urraca Miguel, un pueblo de Ávila, alejado del clima político que inundaba la España del 36, cuando el bando franquista lo reclutó para la guerra civil española.
Antonio acababa de cumplir 18 años y dejaba en el pueblo a su novia de toda la vida, que, además, era su prima. Un año y medio en el frente y el mismo periodo en retaguardia como cocinero. Cuando acabó la guerra y volvió a su pueblo, apenas quería recordar nada, tan sólo a su amigo José, compañero de penurias durante aquellos tres años de contienda. José era un hombre de Huelva, un panadero que, antes de despedirse le dejo unas señas y le dijo que si alguna vez necesitaba algo, en Huelva tendría una casa y una familia.
A Antonio le esperaban en su pueblo su novia y su mejor amigo, Manuel, al cual le relató con detalle todas sus peripecias, especialmente aquellas vividas junto a José. No pasaron muchos meses cuando Antonio recibió una carta desde Huelva. La firmaba José y le proponía que se marchara a la ciudad andaluza, donde tenía para él un buen trabajo. Antonio lo pensó mucho y, finalmente, en tiempos grises de posguerra, decidió dejar a su familia y a su novia y marcharse en busca de una vida mejor.
Con ayuda de sus hermanos logró reunir el dinero necesario para hacer el viaje a Huelva. Su novia le dio tocino y chorizo para el viaje y, entre lágrimas, se despidió de él. Se juraron amor y prometieron esperarse. Siete días, en tren, en burro y a pie, necesitó Antonio para llegar a Huelva, donde, carta en mano, y con el nombre de “Panadería Rechina”, se fue en busca de su amigo.
Cuando los dos amigos se vieron, se alegraron y se dieron un abrazo, pero cuando Antonio le enseñó a José la carta, su amigo le contó que él no había enviado ninguna carta. Nadie le esperaba en Huelva. A pesar de ello, José le ofreció un trabajo en la panadería, más que nada sabiendo que su amigo no tenía dinero para volverse a Ávila. Y así, Antonio empezó una nueva vida.
Por la mañana, repartía el pan de la panadería de su amigo, y por la tarde trabajaba en el campo. Mientras, soñaba con el día en que volvería a casa y escribía diariamente cartas a su novia, misivas de las que nunca recibió respuesta. El tiempo fue pasando y Antonio, ante la ausencia de respuesta de su novia, se abrió al mundo. Y así conoció a Gertrudis, la criada de una de las casas en las que repartía el pan, y de la que se enamoró inmediatamente.
La pareja se casó y tuvo hijos. Y la vida continúo. Pasaron ocho años hasta que Antonio pudo volver a su pueblo natal. Con él se llevó a su mujer y a los tres hijos mayores. Aún no habían nacido los pequeños. Quería que sus hermanos conocieran a su familia, y necesitaba preguntarle a la que fuese su novia, sin rencores ya, por qué nunca respondió a sus cartas, por qué no volvió a saber de ella.
Cual fue su sorpresa al llegar al pueblo y descubrir que aquella novia se había casado con Manuel, el que fuese su mejor amigo. Le hizo la pregunta tanto tiempo planeada y así se enteró de que su novia nunca recibió carta alguna. En busca de respuestas, fue en busca del cartero del pueblo, y éste, le contó la verdad. Su amigo Manuel siempre estuvo enamorado de la novia de su amigo, por eso no sólo convenció al cartero para interceptar las cartas que él envió desde Huelva, sino que, además, fue él quien le envío a Antonio la carta supuestamente escrita por su amigo de Huelva, una mentira que conseguiría, como así fue, alejar a Antonio de su pueblo, y, en consecuencia, dejar el camino libre para que él conquistase a la mujer de la que estaba enamorado.