De Tanzania a Haití

Tanzania. Principios de los años ochenta. Toca cruzar los apenas cinco metros que separan el improvisado ambulatorio de la casa cabaña. Pero es imposible. Un león merodea el camino. Anochece. Sus ojos rojos llenan la oscuridad. Tocará dormir en una silla refugiados en la iglesia vecina.

Huelva. Primavera del 2010. Manjavacas observa una fotografía en la que aparece él mismo en aquellos años. En la imagen, sujeta en brazos a una niña negra muy pequeña. Él lleva la bata blanca que indica que es enfermero. El bigote y la espesa barba negra dejan al descubierto el ineludible paso del tiempo. Mira la foto con orgullo, pero también con añoranza. Hubo momentos duros, pero la experiencia de vivir tres años en Tanzania marcó su vida.

Toma en sus manos otra foto. Es una toma muy similar. Pero su barba ya es blanca. Es una imagen captada hace apenas unos meses, en Haití, su última salida. El chaleco amarillo refleja que es uno de los sanitarios del plan de emergencias en catástrofes. También esta vez tiene en sus brazos a una niña negra.

             


Se le achinan los ojos al ver las dos fotos comparadas. La imagen le despierta y empieza a relatar su vida. A expresarse en ese tono en el que da lo mismo que haya o no receptores que lo escuchen porque sus recuerdos afloran solos, autosuficientes. “En el espíritu, entre ambas fotos –dice–, no hay ningún cambio”.

No lleva puesta la bata, blanca o verde, que indica que es enfermero del servicio de Urgencias en el Hospital Infanta Elena de Huelva. 

Juan Antonio Manjavacas García tiene 55 años, es natural de Manzanares (Ciudad Real) y, ejerciendo de manchego, recuerda una frase del Quijote con la que le gusta sentirse identificado: “Más vale la sana locura que la necia cordura”.

No siempre quiso ser enfermero, incluso hubo un tiempo en que pensaba en ser cura. Lo que siempre tuvo claro fue que quería irse de cooperante al extranjero: “Yo tenía vocación de ayuda a los demás”. Por esa razón, desde muy joven, empezó a buscar modos de marcharse. Descubrió que lo único viable era asociarse como seglar en una congregación religiosa misionera. Y así lo hizo. Al principio, las labores de formación en la Congregación 'Misioneros del Espíritu Santo' fueron bien y su objetivo de ser cooperante parecía estar encauzado. Pero, “no sé en que momento, si ellos o yo, me comen el coco o yo me dejo ir, pero el caso es que paso de estar como asociado a, de pronto, decidir que me voy a meter a fraile”, explica Manjavacas.

Durante los tres primeros años se formó en Aranda del Duero. Después, cursó un año en Madrid. Llegó a hacer el noviciado. Pero con el traslado a la capital, algunas de sus ideas cambiaron de rumbo. Manjavacas empezó a compaginar el seminario con la carrera de Enfermería en la Universidad Complutense de Madrid y con algún trabajillo para financiarse los estudios. Acabó la carrera, pero se salió del seminario. Eran los años 80, y él, un muchacho de veinti pocos años al que la vida madrileña le ofrecía unos placeres muy alejados del clero. Tras acabar los estudios, llegó la mili y algunos meses de trabajo en clínicas privadas.

Tanzania estaba ya a la vuelta de la esquina. Allí le pondrían el sobrenombre de “Olabaru Nguisu” (vaca león, el hombre que se come las vacas). Tendría que esperar a 1983.

Interrumpe la conversación una compañera de trabajo. Se llama Maribel Deudero y, como él, es enfermera en el servicio de Urgencias del Hospital Infanta Elena. Se conocieron hace mas de veinte años, cuando Manjavacas ya había vuelto de Tanzania y trabajaba en el hospital en el que ella acababa de conseguir plaza. “Fue entonces y es ahora un buen compañero de trabajo”, confesará después, cuando él ya no esté.

No es la única que lo definirá como extrovertido, activo, charlatán o incluso excesivo: “Te enseña mil veces las fotos de sus viajes”. Otros de sus compañeros de trabajo lo catalogan de un modo similar. Destacando, eso sí, su implicación, su entusiasmo y la curiosidad que le provocan todos los avances tecnológicos y descubrimientos médicos. “Es un maniático de los aparatos, está obsesionado con saber cómo funciona cada uno -explica Carmen Lozano, su compañera de turno-. Cuando llega un aparato nuevo se lo estudia y nos lo va explicando a todos. Nosotros no le hacemos caso, y después, cuando no está y nos hace falta, y no sabemos cómo funciona algo, nos acordamos y decimos “Ay, si estuviese Juan Antonio.

Esa inquietud tecnológica, esa curiosidad, le Ilevan a querer estar en constante aprendizaje. Mira -dice mostrando una de sus fotos- el único medio de trasporte que me faltaba por montar era el helicóptero, y aquí Io conseguí, aunque no volé”. La foto que señala es reciente. Es en Alcalá de Guadaira (Sevilla) durante la penúltima edición, en 2009, de los cursos 'Crisis Task Force'. Es el anticongreso. Nada de palabras bonitas sino hechos prácticos. Durante tres días, el personal que  después trabajará en las emergencias realiza el simulacro de una catástrofe. Desde la aproximación de helicópteros a la evacuación de pacientes. Todo se recrea. Participan mas de 400 personas.

Muchos de sus compañeros Io halagan por marcharse a las catástrofes. La gente me anima - explica el enfermero-, me dicen: '¡Qvaliente! A mí me gustaría irme pero...' De peros nada, quien quiere irse, se va. Decir que no se está preparado es una excusa, nadie está preparado al principio, pero se aprende”.

Es, por ejemplo, lo que le pasó con el idioma. Cuando llegó a Tanzania no sólo no sabía ni masai -“un idioma gutural, imposible”- ni suhahili, sino que tampoco se defendía en inglés. Eso le provocó las primeras dificultades. Cuando llegó al lugar, impartieron a los sanitarios extranjeros un curso de suhahili, pero un curso que se enseñaba en inglés. No tengo ninguna facilidad para los idiomas, y no sabes qué difícil puede ser aprender suhahili si te lo explican en inglés..., pero bueno, no te queda mas remedio, y ya no se me olvida en la vida”. Y añade: “Jaraka jaraka aina baraka (deprisa deprisa no se va a ningún sitio), pole pole indyo mi wuendo (despacio despacio se Ileva el ritmo).

Lo que demostró con el inglës, como había dicho su compañera Carmen, es que sabe “buscarse la vida”. También había añadido su colega que es raro que algo le pille desprevenido: Cuando se fue al Tsunami, estuvo viniendo al Hospital un montón de días con su maleta preparada, sabía que en cualquier momento le podían Ilamar”.

Esa iniciativa que destaca su compañera es la que por aquellos años de recién licenciado le Ilevó a Tanzania a convivir tres años con los masai. Cuando Manjavacas aún estaba en el seminario, conoció a gente que trabajaba en proyectos de cooperación internacional. Solía repetirles: Cuando acabe la carrera, me voy con vosotros”. Le quedaba un año para cumplir los treinta cuando decidió que había llegado el momento de hacer realidad un sueño, y una vocación.

En los periódicos de aquella época quedó impresa una foto de aquel día. En uno de los diarios, se ve una especie de procesión. En otra página del mismo ejemplar, fechado a 7 de noviembre de 1982, y bajo el epígrafe Visita del Papa, se lee el siguiente subtítulo: “El Pontífice impuso crucifijos a cincuenta y dos nuevos misioneros de veintidós diócesis”. La noticia relata el primer viaje del Papa Juan Pablo II, elegido en 1978, a España. Manjavacas estaba allí, recibiendo la cruz.

“Yo no quería ir, pero me propusieron como seglar de mi congregación y les dije que sí, convencido de que cuando el Papa viniese a España, yo ya estaría en el extranjero”, explica. Pero su misión se aplazó y cuando Juan Pablo ll realizó aquel encuentro con misioneros españoles en el Castillo de Javier (Navarra) y les impuso el crucifijo, él estuvo entre los participantes. Fue la primera vez que apareció en televisión y cuando llegó a su pueblo había 300 ó 400 personas esperándolo en su casa: “Querían besarme las manos porque habían tocado al Papa”. Recibió la cruz del misionero sin haber salido nunca en misión, así que unos meses después, en febrero del 83, llegó la hora de hacerle honor al crucifijo.

Simanjiru, una aldea a 100 kilómetros de Arusha, la segunda ciudad más importante de Tanzania, frontera con Kenia. Por fin estaba allí y le esperaban tres años, sin vacaciones ni descanso, en los que se haría cargo del dispensario de la aldea, una especie de centro de salud mínimo y sin apenas condiciones que llevaba Antonio, un fraile enfermero, y que después se quedó él coordinándolo con la ayuda de Pepe y Miguel Ángel, otros dos frailes.

Era un centro con tres salas y unos veinte camastros, una especie de colchonetas finitas, compartidas a veces por varios pacientes. También hacían visitas a las aldeas para vacunaciones y seguimiento de embarazadas. Y cada dos semanas llegaba una avioneta -donada por los americanos al obispo de la zona- que les desplazaba a espacios más distantes, 100 ó 200 kilómetros, desde los que, durante cuatro días, llevar a cabo la atención primaria de la zona. “Vamos, penicilina y poco más, en una mesa, un par de sillas, y con dos maletines”, explica.

Los medios de trabajo eran los mínimos, pero la experiencia fue gratificante: Fue encontrarme con aquello que quería, gente que no era mísera sino pobre, pero ricos en su cultura”. Durante tres años, Manjavacas aprendió mucho de los masais. “Eran grandes pastores, y con las vacas podían sacar en aquel tiempo mucho más que los mejores pagados en la ciudad, explica. Manjavacas añade que la forma de vida de los masais “era preciosa”. Seminómadas, vivían en chozas hechas de barro y estiércol y la formación de los poblados era circular, dependiendo de las familias o de los amigos que hubiera. “Sí, a veces dos amigos formaban sus núcleos familiares formando poblados de hasta 200 personas”, añade. En el centro, en el interior del círculo que formaban las chabolas, se guardaba el ganado, y en el exterior se plantaban acacias de hasta metro y medio: “Era para protegerse de los leones, que aún así, a veces saltaban”. También de otros animales: “Elefantes, cebras, jirafas... A veces al salir de la cabaña, cogía la lanza y el cuchillo, pero vamos, era para engañar. Saldría corriendo... Es que a veinte kilómetros, y sin vallas, estaba el Parque Natural de Tarabguiri... Alguna vez me perdí en la Sabana”.

Pero Manjavacas reconoce que no pasó nunca miedo, ni en Tanzania, ni en las emergencias a las que asistió después. Las dificultades de adaptación no van en esa línea. A la hora de integrarse en un país extranjero, lo que más complicado le resulta es la limitación de medios a la que se ve expuesto. Es un problema que vivió en Tanzania y que después se le ha ido repitiendo como un fantasma que no descansa.

En Tanzania no había médicos y él, recién licenciado, tenía que hacerlo todo. Pero intentar diagnosticar sin medios, sin microscopios y sin laboratorios es complicado: “Aunque la mayoría de las enfermedades eran malaria y tuberculosis”.

Cuando el pasado enero Ilegó a Haití, tras el terremoto que dejó cerca de trescientos mil muertos, tuvo que hacer frente, una vez más, a un trabajo en situaciones de máxima urgencia y mínimos recursos. Entre las labores más complicadas están las del triaje, tarea fundamental en una emergencia. “Consiste en clasificar a los enfermos cuando llegas a la zona de una catástrofe a fin de salvar al máximo número de personas”, explica Manjavacas.

Así lo define la Organización Mundial de la Salud, y así lo explica el Jefe del departamento de protección civil del SAMUR del Ayuntamiento de Madrid, Fernando Prados Roa, que participó en la realización del triaje en Haití.

Verdes, los pacientes leves. Amarillos, los intermedios. Rojos, los muy graves, los que tendrán prioridad a la hora de ser atendidos. Y azules... -“Claro, a ellos nos les podíamos decir que eran azules...”, recuerda el médico- Azules, aquellos que están tan graves que las probabilidades de que sobrevivan son demasiado bajas. No hay tiempo para intentarlo. Negros, los muertos.

Cuando esta vez Manjavacas Ilegó a la catástrofe centroamericana, ya habían pasado nueve días desde que se produjese el primer terremoto, y el triaje de los primeros días no le tocó hacerlo. Él pertenecía a los sanitarios de la segunda ronda. Permaneció allí 21 días, en un antiguo orfanato llamado “El buen samaritano”, que, situado en Jimani, en las frontera de Haití, acogía a los pacientes expatriados de Haití.

Las primeras impresiones le recordaban a los campos de refugiados que había visto en televisión. Al poco de llegar se produjo una réplica del terremoto y los pacientes, atemorizados, huyeron en masa del hospital: “Era como en las películas, pánico colectivo, la gente cogía las colchonetas donde estaban tumbados sus familiares y los sacaban empujándolos por las escaleras a pesar de las fracturas o de las amputaciones. Gente corriendo, chillidos, arrollamientos... Pánico. Eso impresiona. Tú lo ves desde fuera porque no has vivido el terremoto y no puedes entender lo que sintieron”, añade.

El trabajo dio un giro significativo a partir del décimo día de misión. Se habilitaron tres espacios como salas de curas: una gran carpa, una Unidad de Cuidados Intensivos, y la iglesia, como si fuese una sala de pediatría, para los niños. “Fue a partir de entonces cuando se logró dignificar a las víctimas”, explica Manjavacas. Así se logró empezar una rutina: a las ocho se despertaba a los pacientes, se hacían curas, después visitas más especializadas... “Logramos un ambiente más integrador”.

Las noches en Jimaní, sin embargo, se convirtieron en el momento más difícil. El calor y la humedad se disipaban un poco pero los fantasmas aparecían en el silencio, cuando la muchedumbre herida se callaba y los pacientes suplicaban pastillas para dormir. AI llegar la oscuridad, invadía la soledad. En la noche florecían las pesadillas. Los pacientes pedían algo para dormir, “y había que darles algo, aunque fuese un placebo”, explica Manjavacas. Muchos ya eran conscientes de sus pérdidas, las de sus casas, pero sobre todo las de sus familiares. Y para ennegrecer más sus vidas, se sentían arrebatados de Haití. “¿Por qué nos han sacado de nuestro país?, nos preguntaban”, explica el enfermero.

La noche era también el momento en que los teléfonos móviles se convertían en Jimaní en el mejor aliado, o en el peor enemigo. Los haitianos aprovechaban la noche para comunicarse con sus familias, pero también era el momento en que una inoportuna Ilamada les anunciaba que había aparecido el cadáver de algún familiar.

Manjavacas, intentando alejar las tinieblas y anhelando el alba, también aprovechaba la noche para refugiarse en el calor de una Ilamada recibida desde España. Su mujer, Charo, es su gran apoyo. Cuando vuelve a casa después de una catástrofe, Manjavacas sabe acostumbrase pronto a la vida, a la rutina. “Me adapto rápido, aunque me ocurren cosas como que veo un grifo abierto y voy rápidamente a cerrarlo”, explica. Haber vivido la necesidad le hace ser consciente de las comodidades que uno ve cotidianas en casa.

Esa sensación de regresar al hogar, donde le esperan su mujer y su hijo, es una satisfacción que no ha sentido siempre. Cuando en el año 86, Manjavacas regresó de sus tres años en Tanzania, estaba desorientado, perdido, desubicado... Aunque con una idea clara: quería regresar a Tanzania.

Al volver a España se dio cuenta de que había estado tres años trabajando de modo altruista; recibiendo alojamiento y comida pero no un salario. Eso le obligaba a encontrarse en una situación en la que no tenía medios para mantenerse. “¿Pero cómo voy a volver con treinta años a casa de mis padres?”, se preguntaba.

Buscó, sin resultado, trabajo en Madrid. Fue entonces cuando una vieja amiga que vivía en Ríotinto, Huelva, le dijo que en Andalucía había mucha demanda de enfermeros. No se lo pensó dos veces, al fin y al cabo, serían sólo unos meses. Así fue como el manchego Ilegó a la capital onubense. 

Su objetivo era ganar algo de dinero mientras encontraba algún organismo que le financiase un proyecto de cooperación en Tanzania, muy similar al que había realizado, que le permitiera regresar con los masais. Una comunidad española afincada en Colonia (Alemania) parecía estar dispuesta a financiarle el proyecto. Paralelamente, se unió a un grupo de misioneros dispuestos a, llegado el momento, partir con él. Se reunían esporádicamente en Madrid. El camino parecía estar claro. Tenía financiación, un equipo compuesto por dos enfermeros y dos auxiliares, y un trabajo en Huelva que le permitía ahorrar. Aprovechó una finalización de contrato para hacer un curso de Medicina Tropical en Madrid. Quizás fue ahí donde el plan ideado se empezó a torcer. A torcer, o a enderezar. No sé sabe. El caso es que el rumbo de su vida cambió.

El curso fue un desastre -“muchos biólogos dando lecciones magistrales, pero que no habían pisado terreno en su vida"-, empezó a tener enfrentamientos con sus compañeros de equipo, lo que provocó finalmente la disolución, y, aunque seguía añorando Tanzania, empezó a sentir que algo le ataba a España, concretamente a Huelva. Se había enamorado de Charo, administrativa del Hospital Infanta Elena.

Finalmente, venció el amor; y en julio de 1988, Manjavacas regresó a Huelva dispuesto a conseguir una plaza en el hospital y a casarse con Charo. “Cuando decidimos casarnos, ella me lo dijo claro: la condición es que no te vayas”. Llegaron a un acuerdo, él no abandonaba sus ideas pero priorizaba: Lo primero, la familia; lo segundo, el trabajo.

En Huelva acababa de instalarse el SAMUR y vio en ello una posibilidad de retomar sus ideas sin renunciar a su familia. Empezó a compaginar su trabajo en el Hospital Infanta Elena con una colaboración en la nueva delegación del SAMUR, especializada en transporte interhospitalario. Allí conoció a Carlos Álvarez Leiva, un experto en catástrofes interesado en formar un equipo para actuaciones en emergencias. Manjavacas no lo dudó. Le dijo: “Cuenta conmigo”.

No era lo mismo querer irse a Tanzania otros tres años, que irse quince o treinta días a una emergencia. A eso Charo no le pondría objeción. Motivos familiares imposibilitaron, sin embargo, la partida. Nació su hijo, que ahora tiene catorce años, y no quería separarse de un niño tan pequeño. Además, el hijo que Charo había aportado al matrimonio, enfermó de cáncer y murió.

Manjavacas se centró en su familia, y la medicina de emergencias quedó relegada a un ámbito administrativo y a una filosofía de vida. Durante más de diez años, participó en labores organizativas del SAMUR y de SEMECA (Sociedad Española en Medicina de Catástrofes) y aunque a veces estuvo tentado a partir, no se propiciaron las circunstancias.

Manjavacas toma entre sus manos otra fotografía. También en ésta aparece rodeado de niños, a pesar de que dice que no le gustan demasiado: “No soy niñero, pero sé que las historias de los niños llaman más la atención. En Urgencias, a pesar de que estamos acostumbrados a la vida y a la muerte, aún sigo viendo a mis compañeros llorar cuando Ilega un niño con una parada cardiaca. Así que allí, entre las amputaciones y las condiciones en las que trabajas, las historias de los niños te impactan aún más”.

En la imagen de la que habla hay tres niños. El mayor debe tener unos siete años, sujeta un cuaderno y no se sabe bien a dónde mira, está despistado. El mediano, vestido con un pantalón corto verde a juego con un chaleco, mira, con cara de angustia y de desconfianza a su hermano pequeño. Éste, vestido de amarillo y azul, quiere escabullirse de las faldas de su madre. Lleva colocada una mascarilla de oxígeno. No tendrá ni dos años. La madre de los niños y Manjavacas, los adultos, son los únicos que miran a cámara.

La foto delata que, finalmente, sí llegó el momento de volver a marchar. Habían pasado casi veinte años, y el 21 de enero del año 2005, Manjavacas comprendió que había llegado el momento “de preparar la mochila”.

El día de Navidad de 2004, un terremoto submarino en el océano Índico, conocido por todos como el tsunami Sumatra-Andamán, afectó a zonas de Indonesia, Sri Lanka, India, y Tailandia, dejando 229.866 muertes. Casi un mes después, Manjavacas partió en misión de emergencia a Banda Aceh (Indonesia), donde permanecería durante 17 días.

Toda una vida dedicada a ello, te llegas a acostumbrar a la muerte”, anota. Explica que el personal sanitario está acostumbrado a otro ámbito de gravedad: “No es que no pase nada, es que está pasando, pero todavía no ha llegado a ser importante. Cosas que el que vive a tu lado las ve como angustiante”. Cuando llegó a Indonesia comprendió que el trabajo era muy diferente al de Tanzania. Era una urgencia, y cuando volvió se dijo: “Esto es lo mío”. Desde entonces, vive con la mochila preparada.

Sale, sin embargo, menos de lo que desea. “Hay muchos grupos y mucha gente y no siempre te eligen a ti”, explica. En los cinco años que han transcurrido entre el tsunami y el terremoto, lo han alertado cuatro o cinco veces, pero al final no ha salido. Le avisaron, por ejemplo, cuando las inundaciones de Birmania y cuando el terremoto de China, pero al final el gobierno no admitió más extranjeros.

Destaca que en las salidas de emergencias es “esencial” la relación que se establece con los compañeros. Se trabaja con gente desconocida, con personas de diferentes nacionalidades y modos de trabajar y es necesario “armonizar todo eso”. Y añade: “Hay que lograr entenderse; si hay problemas no puedes hacerlos públicos, lo primero es siempre el grupo”. Critica el turismo solidario y al cooperante que va allí a “hacerse la foto”. No se fía de ellos. Un misionero francés, que llevaba veinte años trabajando en El Congo, le dijo una vez: “Fíate de los negros, pero de los negros con corbata y transistor, nunca te fíes”. Manjavacas le hizo caso. De quienes tampoco se fía mucho es de los periodistas. Recalca la desinformación que a menudo los medios de comunicación dan cuando cubren estas tragedias: “Los medios nunca son objetivos; exageran, extrapolan; dan una imagen estereotipada y distorsionada; y, a los tres días, o buscan a un héroe, o se olvidan”.

Sus palabras evocan una de las escenas de la película Hotel Rwanda, un film que recrea el genocidio que vivió el país africano. En ella, un periodista y un ciudadano africano hablan de la posible fuerza movilizadora de los medios. “Me alegro de que hayas grabado esas imágenes. Y de que el mundo entero las vea. Es nuestra esperanza para que la gente decida intervenir.”, le agradece el rwuandés al periodista. “Y si deciden no intervenir, ¿sigue estando bien emitirlas?”, le pregunta el reportero. “¿Cómo no van a intervenir después de ver estas atrocidades?”, cuestiona asombrado el africano. A lo que el periodista, echando por tierra su propia profesión, le responde: “Creo que cuando la gente vea esas imágenes dirán: ‘Dios mío, ¡es horrible!', y luego seguirán cenando”.

Uno de los aspectos que trata la sanitaria de Médicos sin fronteras (MSF) Felicitas Ibáñez, en su libro Misión en África (Vivencias de una cooperante en un continente en guerra) es, precisamente, la importancia de que la información acerca de los conflictos que ocurren en determinadas zonas traspasen sus fronteras y lleguen a los oídos de todos los ciudadanos. “No podía abandonarías a su suerte, alguien debía estar allí para dar esperanza y testimoniar lo que estaba pasando”, escribe Ibáñez. Y añade: “Me di cuenta de que si los que hemos estado allí, empapándonos del día a día terrible de la mitad del mundo, no explicamos a la otra mitad lo que está pasando, perdemos una parte de nuestra misión, dejamos el trabajo a medias”.

Manjavacas señala que estar implicado en el mundo -en su caso, como enfermero de Urgencias y de catástrofes- no es que sea sólo una necesidad vital, sino que es el único modo de ser coherente. Para él, significa ser consecuente con una decisión que tomó en su día y que ya le ha acompañado siempre como una forma de vida. “Es estar disponible para ayudar a aquella gente que tiene una necesidad extrema”, define.

Reconoce que todas estas experiencias vividas le han enriquecido como persona. Cuando vivía en Tanzania, una de las la labores que realizaba con los mansais era encargarse del reparto del agua. Disponían de un pozo que gracias a un motor sacaba el agua para todo el poblado. Había robos de la gasolina del motor y fallos eléctricos constantes. Así que, a fin de que todo el mundo se comprometiera a cuidar el pozo, propusieron entre los masais montar algo así como lo que sería aquí una cooperativa, gracias a la cual todos aportarían algo al pozo pero todos también se beneficiarían de su uso. Los masais no aceptaron, no estaban convencidos de que organizarse sirviese de algo. ¿Y qué pasó? Que robaron el motor. “Por culpa de ese robo, y hasta que conseguimos otro, lo pasamos muy mal, y llegó un momento en el que hasta hubo que cerrar el hospital”, explica Manjavacas. Y añade: “Estás allí para ayudar, pero también para educar. Buscas el bienestar de todo el mundo, no el bienestar de cada uno.” Y así, Manjavacas descubrió que de todos los momentos, también de los malos, se pueden sacar enseñanzas.

Manjavacas se despide reflexionando sobre la idea de que siempre se puede hacer algo por ayudar a los demás; ya sea actuar, como hace él, activamente en las emergencias; ya sea informar de ello; ya sea, cada uno desde la seguridad de su hogar, informándose y no actuando con indiferencia ante lo que acontece en el mundo compartido. Una de las últimas frases que dice, aún revolotea en el ambiente: “Sé que para muchos soy un loco, pero lo vivo, aunque me digan que tengo mil pajaritos en la cabeza”

Reportaje publicado en Periodismo Humano (26/07/2010)