No puedes descender de la estación de trenes de Santa Lucía, contemplar extasiado el agua, y, de camino al puente de Scalzi, hacerte con un mapa de la ciudad o con una de esas horribles guías de "Venecia en 24 horas". Es un sacrilegio querer guiarte por el falso y tramposo sentido de la orientación.
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Venecia es también un matrimonio mayor que pintaba sobre sus lienzos las columnas de una iglesia; es el día en que presencié una caravana de góndolas donde sólo faltaron las bocinas; es el San Marcos de relatos y salón de baile; es el lugar perfecto para comprender que fácil y dificil son términos relativos, y que el alma y el cuerpo tienen que ir a la par; que las paranoias viajan contigo en la maleta; que la actividad, así como la inactividad, pueden ser tu mejor aliado, o tu más cruel destructor; que del sol a la lluvia, y viceversa, se puede cambiar en cuestión de segundos... Venecia son suspiros, son clases spagnolo-italiano, son canciones en los vaporettos, son las escaleras cargada con la bolsas amarillas del supermercado, porque incluso en Venecia, uno se hace de cotidianidad.
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No sólo hay campo y calle, es imposible querer comprender su interminable terminología de ponte, salizzada, riva, sotto-portico, piazzale… Lo que sí es necesario, y es ésta la cuarta regla, es respirar profundamente en cada Fondamenta. Avenidas inmensas de cara al mar, como la Fondamenta Zattere, que, alejada de turistas, se presenta diáfana en un cara a cara con el barrio de la Giudecca, situado en la isla de enfrente.
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