Solo con escuchar cómo la voz se le va acelerando, se intuye lo que significa para ella estar pisando la tierra donde nació su abuelo. Él fue uno de los millones de gallegos que tuvieron que emigrar a América a principios del siglo pasado. Ella, Cecilia, es una de las 27 personas que, con un programa de la Xunta, ha pasado parte del verano en Galicia, la tierra mil veces evocada por su familia.
El abuelo de Cecilia emigró a Uruguay y se enamoró de una uruguaya. Los años pasaron, echando raíces con otro acento. Cuando su nieta, con 28 años, conoció Galicia era como si llevase aquí toda la vida. Con la añoranza del emigrante que no regresa, su abuelo le hablaba de aldeas, de meigas y de una Galicia amada que dejó en 1914.
Se subió a aquellos trasatlánticos que se ven en las postales antiguas, y sus hijos y nietos crecieron escuchándolo falar, imaginando el día en que la conocerían. Pero les faltaba la plata: «Un euro son 34 pesos uruguayos», explica Cecilia.
Nacida en Montevideo, diseñadora de moda metida a administrativa y con la necesidad de cambiar su vida. En ese momento estaba Cecilia cuando se enteró de la convocatoria de un campo de trabajo de arqueología en Castrolandín (Cuntis), en Pontevedra. Cuando la seleccionaron, «fue como un regalo de la vida», explica. La beca subvencionaba todos los gastos. Dice que Galicia es como la imaginó, «como me la contaron», excepto en que «se come muchísimo».
Para facilitar el contacto con la realidad gallega y el encuentro con sus familiares, la Secretaría Xeral de Emigración ofertó 336 plazas en campamentos y 28 en campos de trabajo a jóvenes de origen o descendencia gallega residentes en el exterior.
En estos campos, catorce personas en julio y trece en agosto lograron el sueño de hacer el camino inverso al que hicieron sus familias: doce argentinos, ocho uruguayos, cuatro brasileños, una peruana, un venezolano y un estadounidense.
Vanessa también excavó su pasado en Castrolandín. Habla mejor gallego que castellano y fue su padre quien le dio la sorpresa inscribiéndola en el campo. Sus abuelos eran de Pontevedra y Leiro. Ella es de Salvador de Bahía y tiene 30 años. Cuando mira a su alrededor, solo dice: «Quiero vivir aquí».
Carlos tiene 20 años y le llama la atención que «aquí se respetan las leyes y a la policía». Nació en Venezuela, de un padre gallego que emigró «a la edad que yo tengo ahora», y una madre venezolana, hija de emigrantes gallegos. En el 2005 conoció Galicia gracias al programa de campamentos y este verano repitió, participando en el campo de trabajo de Moaña, donde reparaba embarcaciones. Desde pequeño «investigaba sobre Galicia esperando el día en que podría conocerla», explica. Esos días llegaron y ahora los pasa repartidos entre Santiago y Lugo, donde viven sus tíos, y «volveré siempre que pueda».
Al igual que Carlos, todos estos jóvenes llevan sangre gallega, aunque nunca antes corrieran bajo esta lluvia incesante. Muchos de sus familiares no retornaron; ellos regresan ahora, recordando sus enseñanzas, para conocer la tierra que sus padres y abuelos nunca dejaron de amar.
Artículo publicado en La Voz de Galicia