Son las cuatro de la madrugada. Andrea viaja agazapada en el asiento número 23. Lleva dos noches mal durmiendo entre el autobús y el tren. Vuelve de unas vacaciones en Francia. Está tan agotada que el cansancio pesa más que el sueño y tiene los ojos abiertos como platos.
A kilómetros de distancia, Juan se aburre. A estas horas debería estar durmiendo pero algún pensamiento desconcertante vagabundea por su cabeza impidiéndoselo. Se distrae revisando números de teléfono en la agenda de su móvil.
En otra punta del mismo país, en un pequeño pueblo, el fantasma del insomnio se ha apoderado también de Antonia. Tiene miedo. Ese temor ante una inminente operación parece ser la sombra y causa de que ya lleve contadas cuatrociento veintisiete ovejitas descarriladas.