Mucho más que el "nombre" en el Teatro Maravillas


Como pasa con casi todo, no es sólo un nombre, sino lo que implica. Porque sí, pasa con todo, no es lo que dices, sino el cómo, el subtexto, el miedo, la implicación, el tono, los reproches, las mentiras –piadosas o no–, los secretos, la cotidianidad, la intención. Lo que no se dice que a menudo tiene más peso que lo que sí se dice. A no ser, como es el caso, que lo que no se dice de paso a decir mucho. Pero mucho, mucho. Porque no, no es sólo un nombre, ni siquiera es solo ‘El nombre’, sino el nombre y todo lo demás. 

No es el nombre, pero parte de ahí. Ana (Kira Miró) va a tener un bebé. En casa: el marido de Ana, Vicente (Jorge Bosch); la hermana de él, Isabel (Amparo Larrañaga); el marido de Isabel, Pedro (Antonio Molero), y un amigo de las dos parejas, Carlos (César Camino). Todos reunidos en torno a un menú degustación de comida marroquí para hablar y compartir los nervios y las ilusiones ante la llegada a la familia del nuevo miembro. ¿Y qué compartir para empezar? Obvio: el nombre que han decidido ponerle.

Le prenom, escrita por Alexandre de La Patellière y Matthieu Delaporte, sirve de base para una estupenda versión escrita por Jordi Galcerán, en un espectáculo que sabe dirigir Gabriel Olivares. Muestra de ello la energía y coordinación con la que interactúan encima del escenario los cinco personajes. Desde recoger la casa hasta la devastación, todo movimiento está meticulosamente medido con la finalidad (conseguida) de que parezca improvisado y cotidiano. Maravillosa puesta en escena y óptimo trabajo el de Escenografía y Dirección de Fotografía –no tanto el de vestuario, qué embarazada es capaz de llevar esos tacones–, donde cada detalle, cada libro o plato está colocado en el lugar preciso para llevar al espectador a casa de Isabel y Pedro. 

Frente a la puesta en escena impecable y el texto sublime, el trabajo actoral deja –con matices– bastante que desear, principalmente por el desmesurado contraste entre unos actores y otros. Es una obra en la que los cinco tienen su momento de gloria, su clímax, su caramelo, su “monólogo” en el que lucirse y demostrar si lo valen o no. Molero y Bosch, los dos maridos, crecen y evolucionan a la par que sus personajes. Se comen el escenario y dan cuenta de las tablas que ya tienen aunque a veces les salga más televisado que teatral. Pero están de notable. Por debajo está el amigo, un personaje lleno de matices y complicado que César Camino logra conseguir durante toda la función hasta que llega a su momento de gloria, su alegato final, en el que se desinfla como un globo que va el cielo, se pierde y le falta la fuerza y la emoción que el momento requiere.

Amparo Larrañaga, de sobresaliente
Después están las actrices. Quizá Kirá Miró no parecería tan mala si a su lado no tuviera a una actriz tan buena como Amparo Larrañaga. Pero es irremediable que en el contraste choquen. Una embarazada que nadie se cree –que se lo digan a mi compañera de butaca, que sale de cuentas en junio– y que además en mitad de un tono plano suelta unos gritos de histeria desmesurada. Frente a ella, una presencia sobre el escenario que es difícil de superar. Raro es que Amparo Larrañaga no borde sus personajes sobre los escenarios –el último en Hermanas, una de las mejores obras de la temporada–, pero aún presumiendo que lo hará bien, Amparo Larrañaga sorprende gratamente en cada nuevo reto. Y cuando llega a su momento de gloria, el de Isabel, deja a todos boquiabiertos porque cada una de sus palabras o de sus pasos están dichas en el tono y con la energía adecuada, capaz de envolver y cautivar y meterse en el bolsillo hasta al público más fiero. Al menos a Kira Miró le debería de servir tener a su lado, como ya pasó con Fuga, a una actriz que si la sabe absorber puede ser su gran maestra; lo malo es que el espectáculo pierde por ese contraste. 

En definitiva, con sus más y sus menos, recomiendo El nombre (que me quedé con ganas de verlo de más cerca, en ese Patio de Butacas del Teatro Maravillas, en el que no cabía un alma más y en el que todas las almas presentes no pararon de reír y disfrutar durante la hora y media de función). Porque el nombre, como decía, es lo de menos. Es una obra sobre la familia y lo que nos influyen sus percepciones, la educación que nos dan, el modo de crecer y de compartir, las primeras enseñanzas. Y es una obra sobre la amistad, sobre lo que compartes con ellos y lo que no, sobre el grado de conocimiento que se tiene de los miedos y anhelos, y sueños y esperanzas de aquellos a los que consideramos amigos en mayúsculas, con los que reímos y lloramos, en los que nos apoyamos y con los que compartimos. Y habla, en general, como las buenas obras –y esta lo es– de la vida y de cómo afrontarla, y de la coherencia: el decir y pensar y sentir y hacer en una misma línea, una línea que no nos haga arrepentirnos de ser quienes somos.