Choca a la deriva 2: Montevideanos


Viajar relativiza. Viajar da, sobre todo, perspectiva. A esta hora en que yo termino de darme el último chapuzón de la tarde en un marrón y ya salado Río de la Plata, en este ventoso verano uruguayo, mi madre anda metiéndose debajo del edredón en un invierno andaluz que está resultando demasiado frío. Justo en ese instante, que no es la misma hora, Cristina, algo más al norte, termina de merendar, y Emily, aún más lejos, se prepara el almuerzo. Sentir distintas temperaturas en el mismo instante te hace ver mucho más claro que los problemas y las alegrías cambian según el enfoque que le demos. Eso también los saben los cineastas y los periodistas maduros, los que han desterrado la idea vacua de la imparcialidad para comprender que los matices son los que aportan riqueza a la narración.


En Uruguay, la influencia italiana se palpa en que los calabacines son zucchini y la piña, anana, además de en que comen demasiada pizza. El español se matiza y las faldas son polleras; las camisetas, remeras o musculosas; y el armario es placard ("En el fondo del placard del cuarto de invitados..."). Las aceras son veredas y están todas levantadas porque son responsabilidad de los vecinos de cada edificio. 

El uruguayo festeja la noche del 24 al 25 de agosto el día de la nostalgia. Quizá por eso a Montevideo lo cubre un halo de melancolía al que ayuda que las fachadas no se han vuelto a pintar desde que se edificaron. Eso no significa que sean tristes. Su melancolía les hace sorprenderse de que un extranjero (aún más, europeo) haya acabado en su paisito. Quizá es justo esa actitud sorpresiva la que les hace derrochar amor. He sentido pocos lugares donde su gente sea, en masa, tan profundamente hospitalaria. Es difícil encontrarse con una mala cara, ni siquiera en las administraciones o entre los conductores de autobús. Aprecias los malos modos entre los extranjeros, como si no quisieran que los demás foráneos se enterasen del secreto, de que la felicidad es más fácil alcanzarla con buena cara que de morros.

Sé que estas generalizaciones solo podré hacerlas ahora que apenas llevo aquí 17 días, que cuando vaya sumando semanas, las primeras impresiones se diluirán cubiertas por las experiencias, por como Uruguay me trate. Pero ahora, aún virgen, aún con los ojos y la poros de la piel extremadamente abiertos, disfruto de la pasión con la que los uruguayos van al teatro o se me acercan y con el ansia impresa me preguntan: "Y vos, ¿ya elegiste cuadro? ¿Sos del Nacional o del Peñarol?" 



Me gusta pasear por 18 de julio y distinguir los turistas, que no hay demasiados, de los montevideanos, que aún asocio a Benedetti. Verlos detenerse a charlar con los conocidos en esta capital de país con alma de ciudad chica, con la empatía y el trato de un barrio obrero de cualquier ciudad no demasiado grande. Paseos que hacen con la mirada al frente y el mate en la mano, para sorberlo poco a poco, con la misma parsimonia y dulzura con la que saborean la vida. No hay irascibilidad, ni siquiera la provocan los desorbitados precios de un país donde los sueldos medios son la mitad que en España pero la comida cuesta el doble, cuando no el triple. No sé aún el secreto que tienen para estirar su contabilidad y vivir e incluso irse de vacaciones a la pija (aquí, re cheta) Punta del Este. 

También he descubierto que es un país en el que la laicidad no es un escaparate como en España, sino un verdadero espíritu. La religiosidad reside en el ámbito privado, no en el Estado. Lo público, sin embargo, se aleja demasiado de la sanidad y la educación pública que con razón han sido siempre seña de identidad de España y que a fuerza de recortes y azotes del bipartidismo terminarán cargándose. España va camino de convertirse en lo que es aquí, un resquicio para clases bajas porque el Estado le quitó la vida y la fuerza. Quizá al comprender eso es fácil entender como Mújica es más amado fuera que dentro, del mismo modo que Podemos es más aupado aquí que entre la España crítica.

En conclusión, que jamás es conclusa, el carácter de los montevideanos me resulta familiar, lo que hace muy fácil la adaptación, pues comparte esos detalles que marcan a las personas que viven entre el viento y el mar, los que sueñan con vagabundear más allá del Puerto al mismo tiempo que se aferran a su misma playa de todos los veranos.