No tiene mucho de arriesgado, ni aún menos de original, recuperar y adaptar al siglo XXI una obra tan representada como El zoo de cristal, de Tennesse Williams. Aunque un poco más de debate genera el convertir a Laura Wingfield, la hija cuya mezcla de minusvalía física e introversión la retienen en casa, en una arrogante joven inmersa por decisión propia en la tan nombrada hace unos años generación Ni-Ni.
Para aceptar este cambio hay que ver la obra en un contexto como el uruguayo, donde pese a que se gana poco, se mueve mucho dinero; donde la comida cuesta el doble que en España pero el paro solo alcanza a un marginal 7% de la población, algo así como en la España de derroches de hace dos décadas. Ahora que en mi país la mitad de la población ni trabaja ni estudia por imposición de un mercado en crisis y que eso ha afectado al talante emocional de los ciudadanos, presiento que resultaría ofensivo apostar por esta cara del personaje.
Haciendo un esfuerzo de abstracción de la nacionalidad, aún así uno llega con prejuicios a El tiempo todo entero, reescritura libre de la citada obra, puesta en pie por la argentina Romina Paula y dirigida por el uruguayo Andrés Papaleo. Prejuicios de encontrarse con una obra ya muy masticada en el mercado. Pero sorprende gratamente que partiendo de las mismas premisas -el deseo y el miedo de la madre a que su hija no experimente la vida; el ansia del hijo que quiere descubrir; el acercamiento cual pavo real del amigo; los conflictos en familia; la helada zarpada de un corazón que aunque se atraviese no sangra, y la neurosis y la obsesión-, el texto se aliviana y la puesta en escena opta por ofrecer una versión más divertida de lo esperado.
Aunque ocurre como pasaba con La mitad de Dios -y me pregunto si será así con todas las obras del elenco estable de la Comedia Nacional-, el texto no está a la altura de los actores. Es bueno, te incita a la reflexión a la par que te saca la risa no fácil, pero al mismo tiempo se queda en pañales y con un final un tanto abrupto, si lo intentas poner al nivel de la talla de los intérpretes.
La actriz Stefanie Neukirch da vida a la protagonista, Antonia. Maneja muy bien esa ambigüedad entre un carácter aniñado y una arrogancia adulta, ese control de la situación que lo compaginan personaje y actriz. Su hermano en la ficción, Lorenzo, es interpretado por Leandro Íbero Núñez, un personaje del que aunque cuesta creer que quiera emprender un largo viaje cuando ni siquiera le corre sangre por las venas, está muy bien levantado con armas de infantilismo excesivo. Incluso en ese momento de conflicto interno, cuando la madre le obliga a compartir con su hermana lo que no quiere, sorprende gratamente como su cuerpo y sobre todo su cara dicen lo que el texto no le pone en la boca.
El amigo, Maximiliano, es interpretado por Diego Arbelo, un personaje más plano pero que, pese a ello, de igual buen trabajo sabe sacar punta el actor, dándole una dualidad y un carácter que solo con las palabras no se hubiera logrado. Y por último la madre, Úrsula puesta en escena por Roxana Blanco. Si bien es la única actriz que hasta el momento he visto en Uruguay interpretando papeles diferentes, creo que me va a resultar difícil encontrar sobre las tablas montevideanas una actriz que de tanto, que se entregue a una función con tanta intensidad más allá del personaje, que se regale escondiendo el miedo al público.
Si hay algo que no soporto en los actores en la languidez. Tampoco, probablemente aún menos, en los bailarines. Me saca del espectáculo los actores que se ponen a caminar por el escenario sin ir a ninguna parte, los que esperan afligidos a que les toque su turno para hablar y los que doblan ropa (acción recurrente al cien por cien) como si se estuvieran bajo el efecto adormecedor de cuatro porros. Pasó hace unos días en un espectáculo de danza del Solís. Las bailarinas de Nora, además de haberse dejado la coordinación en casa, no tenían ninguna conciencia corporal.
Con Roxana Blanco pasa exactamente lo contrario. Esa actriz entra en el escenario y lo llena. Da igual que interprete a una gobernanta arrogante, a una hermana retadora o a una madre borracha y confundida. No importa si es la protagonista o un personaje secundario. Pone un pie sobre las tablas y tiene la misma potencia y energía en las manos que en la cara que en el tono de las palabras. No necesita del grito ni abusa, aunque las incluya, de la mueca fácil. Al contrario, se enfrenta a los personajes desde dentro, desde la inmersión que le hacen no recrear con voz y cara sino introducirse en el personaje de sangre a piel, de interior a exterior, a cien por cien. No es solo una percepción mía, se nota en la respuesta del público. En España pasa con actores como Nuria Espert. Hace una década tenía un profesor que insistía en ello hasta la saciedad. El dedo meñique o los gemelos deben estar tan dentro del personaje como el texto que se está diciendo, decía aquel profesor. Y es cierto, es difícil de encontrar buenos actores en estos momentos de fast food también en la interpretación. Así que es un placer enorme ver actuar a alguien que se entrega, precisamente, a tiempo todo entero.
Con actores así tiene que ser demasiado malo un texto como para que la obra no funcione. Y ni siquiera es el caso de El tiempo todo entero, puesto que además el texto y el espectáculo transitan por ilusiones, convenciones sociales, contradicciones y reflexión con bastante soltura. Hoy, domingo 22, vuelven a repetir a las 20 horas en el Solís. Aprovechen.