Argentina en siete colores

Cuentan las leyendas que los niños de Purmamarca, aburridos del monocromatismo del cerro, pasaron siete noches coloreándolo. Hoy es uno de los paisajes más hermosos del norte de Argentina.


El regusto amargo de la coca va quedándose en el paladar. Logra disipar el mareo en quienes a primera hora han tomado el autobús en Jujuy, en dirección a Purmamarca, al norte de Argentina. Si partieron desde Buenos Aires –el transporte más usual– habrán podido comprobar los cambios en las temperaturas hacia un clima más templado: lluvias estivales pero sin temperaturas extremas. También el viaje de contrastes en que se convierte el recorrido. Avanzar hacia ‘el cerro de los siete colores’, como se le conoce, es saltar a trompicones del ‘europeísmo’ ríoplatense a unas pieles más tostadas, un español más cerrado y el misticismo andino. Las leyendas, compartidas entre el norte de Argentina y el sur de Bolivia, allanan el recorrido, y justifican el paisaje: dicen que fueron los niños de Purmamarca quienes colorearon el cerro.


A unos 65 kilómetros, Jujuy queda definitivamente atrás por la Nacional 9. El autobús se detiene, pero aún restan unos metros a pie. Purmamarca, una pequeña aldea de principios del siglo XVII de origen prehispánico, recibe cual película del oeste. Construcciones de adobe y techos de cardón con tortas de barro. Estamos en ‘Pueblo de la Tierra Virgen’, según la lengua aimará. Se puede coger fuerzas en los cafés antes de emprender la subida. A las espaldas del pueblo está el cerro que da sentido y color a Purmamarca. El recorrido es circular, el viajero sube y baja pequeñas colinas con vistas de las montañas. Franjas violetas, fucsias, naranjas… Diversidad cromática que los geólogos justifican con los materiales que lo integran, como la arcilla o la caliza.

Durante el recorrido es posible encontrarse solo. Apenas algún viajero disperso. Es cuando de la nada aparecen los portadores de leyendas. Llevan amuletos y los venden, o regalan, mientras cuentan historias de soles, lunas y Pachamamas. El sendero siempre concluye regresando al pueblo. Pero antes, aparece un cementerio. No es gris ni triste. Destaca entre los tonos ocres y cálidos de la montaña porque cada tumba tiene flores de colores vivos: verdes, amarillos, violetas…
De regreso a la aldea se podrán comer empanadillas y adquirir artesanía local. Los tenderetes se amontonan en la plaza vendiendo figuras de barro, vasijas, alfombras confeccionadas en telares, ponchos, instrumentos musicales y ropa andina. En mitad del pueblo está la iglesia, de 1648, consagrada bajo Santa Rosa de Lima. Fue declarada Monumento Nacional por su disposición arquitectónica y las pinturas e imágenes cuzqueñas que alberga.

Aunque se puede dormir en Purmamarca, las excursiones suelen durar una jornada. De regreso a Jujuy o a Salta, quedarán atrás las leyendas, el sabor intenso de la carne de las empanadillas, la diversidad cromática en la retina: el regalo de la Madre Tierra, el poder de la Pachamama.




Reportaje publicado en Passenger6A
Fotografías: Patricia Gardeu