La inmigración (una vez más) al descubierto

Día 58 de confinamiento (aunque ya hemos empezado a salir…)

Primer escenario:



El pabellón deportivo de al lado de mi casa, en Las Palmas de Gran Canaria, lo han convertido en un centro de realojo de personas inmigrantes. Entre los vecinos, algunos dicen que vienen de Tenerife, donde están más saturados. Otros aclaran que no, que son los inmigrantes subsaharianos que han llegado a la costa de Gran Canaria durante esta pandemia.


La reacción entre los vecinos –mi barrio está en la parte alta de la ciudad, en una zona muy tranquila– ha sido dispar. Tenemos un grupo de Facebook del barrio, donde una vecina dio alertada la noticia. Así que tanto en la calle como en las redes se han sucedido estos días los comentarios. Desde los clásicos “¿no hay españoles necesitados suficientes a los que dar ayudas en lugar de dárselas a ellos?” hasta los “tengamos humanidad, ellos también necesita ayuda”. Desde más descabellados “si los ponen ahí, vamos a morir todos en extrañas circunstancias” a los más críticos: “No me preocupan los inmigrantes sino todos esos vecinos que a las ocho están saliendo en mansalva como si estuviéramos en romería”.

Segundo escenario:

El pueblo de mis padres es un pueblo de Huelva que vive de las fresas. En él mal-conviven cuatro perfiles (que se odian entre ellos): los del pueblo, los marroquíes, los subsaharianos y las polacas. Las polacas son odiadas por las mujeres del pueblo porque han ‘cazado’ a la mayoría de sus hombres y se han disparado los divorcios. Los marroquíes y los subsaharianos, que o bien trabajan en las fresas o bien deambulan por el pueblo, se odian entre ellos. Ahora la cooperativa anda buscando como loca gente para trabajar en la fresas, porque los campos a falta de inmigrantes se están quedando sin personal.

Los del pueblo por su parte denuncian los altercados que están protagonizando alguno de estos perfiles. Es una especie de guerra de poderes de las cuatro “familias” que está muy lejos de estar controlada (y aún menos resuelta).

Tercer escenario:

Trabajo para un periódico digital de Ceuta. La inmigración es asunto de la Delegación del Gobierno pero con el mando único establecido por el Estado de Alarma, el Gobierno obligó al Ayuntamiento a hacerse cargo del realojo de inmigrantes. Los alojaron, como ha pasado en mi barrio, en una barriada periférica dentro de un polideportivo. Ahí comenzaron los problemas: fugas en decenas en las noches en pleno estado de alarma. Protestas de los vecinos por los ruidos en el pabellón. Altercados varios.

El alcalde anuncia además que puesto que no han recibido ayudas específicas para la inmigración, el 75 % del dinero que recibirán de Madrid para paliar los efectos de la crisis económica derivada del COVID-19 tendrán que destinarlo a la manutención y alojamiento de estas personas inmigrantes. Los vecinos se enfadan aún más. “Las ayudas de nuestros negocios en quiebra se la llevan, una vez más, los negros”.

Conclusión no conclusiva

El problema de la inmigración está presente en España, especialmente en sitios de llegada, como las islas Canarias, Ceuta y Melilla, y las costas andaluzas. La situación es muy grave, y el odio que se está generando entre unos y otros, animado por los políticos de turno, es cada vez más insalvable. Hay un problema económico importante. España no da –no tiene ¿supongo? – recursos económicos y logísticos suficientes para darle a las autonomías con el fin de que estas cubran el inmenso gasto que provoca la Inmigración. Pero tampoco hay un pacto europeo real, viable y suficiente para que entre todos los países se genere un fondo económico que cubra estos gastos sin que sea un solo país o una única comunidad autónoma la que afronte en soledad este gasto. Es decir, detrás de un problema económico viene un problema de desacuerdo político a nivel europeo, a nivel mundial.

Segunda línea transversal del problema de la inmigración junto al económico, el problema social. Somos capaces de ayudar a un vecino (probablemente aunque sea negro) pero no a una cifra. Se nos atraganta la solidaridad si hablamos de que han entrado de manera irregular 679 inmigrantes. Las cifras y la solidaridad no son buenas amigas. Sin embargo el problema social es de gran envergadura. Porque estoy segura de que si lo pensáramos, por un momento, a título individual y te dijera: si estalla una guerra en tu país, si te persiguen, si te quieren matar, si te estás muriendo de hambre… ¿No cogerías a tu hijo y te irías a pie, a nado o del modo que fuera a esa tierra prometida, a ese país en el que, te han dicho, no vas a morir? Nuestras generaciones anteriores lo hicieron y estoy segura de que también nosotros lo volveríamos a hacer. Pero imagina que pasaría si llegáramos en patera y la tierra prometida no existiera, sino que lo que existiera fuera una población que nos odia.

 

He visto a policías coger en la frontera a un inmigrante y voltearlo como si fuera una manta para mandarlo de vuelta a su país –devoluciones en caliente se llama– y he visto a políticos asegurar que eso no estaba pasando cuando ellos mismos lo vieron conmigo. Pero también he visto a una ciudad asfixiada económicamente porque el gasto de la inmigración deja las balanzas en un negativo insostenible.

Esta crisis del coronavirus ha vuelto a poner sobre la mesa, a evidenciar, el drama de la inmigración. Un problema que no se soluciona con discursos hitlerianos de la ultraderecha, pero tampoco con una solidaridad mal entendida. El COVID-19 ha vuelto a evidenciar los problemas de fondo, a dejar al aire nuestros errores y nuestros miedos. Solo que este problema, económico y social, es un problema que afecta a un mundo entero aunque queramos analizarlo desde nuestra perspectiva de pueblo. Pero no es un problema de Canarias y de sus vecinos, como tampoco lo es de Ceuta. Pero es que el problema tampoco pertenece en exclusiva a esa madre que ha llegado en patera con su bebé al sur de canarias ni de ese casi adolescente que ha cruzado a nado, y en mitad de una hipotermia, hasta llegar a Ceuta. El problema es mucho más extenso e intenso. Es mundial, y esconde unos cimientos mal puestos, un mundo que se desmorona, una falta de hermandad de origen. Y la verdad es que dudo que haya virus suficiente para que podamos encontrar solución a todas estas evidencias que nos está dejando al descubierto (una vez más) este COVID-19.

                                         Reportaje publicado en FronteraD