Un año de la pandemia que convirtió nuestra vida en una “nueva normalidad”



Este lunes, 11 de enero, se cumplía un año desde que el mundo registrara la primera muerte por COVID-19. Poco antes, en diciembre de 2019, llegaban las primeras informaciones sobre “un brote de neumonía” que funcionarios chinos investigaban en Wuhan (China).

No fue hasta los primeros días de este pasado 2020 cuando por primera vez comenzó a utilizarse en los medios de comunicación el término “coronavirus”. La pandemia no había hecho más que empezar. Nadie podía imaginarse entonces qué nos esperaba, cómo cambiaría el hasta entonces mundo conocido.

El 11 de enero de 2020, la Comisión de Salud Municipal de Wuhan, en China, anunció que un hombre de 61 años, contagiado con coronavirus, había fallecido. Fue la primera víctima registrada en el mundo; le seguirían después más de 1,9 millones de muertes.

En España, 52.275 personas han muerto a lo largo de este año de pandemia. Casi 12.000 de ellas en Madrid. Más de 5.300, en Andalucía. En Ceuta, el COVID-19 se ha cobrado la vida de 62 personas.

Días después de la primera muerte, fallece otra persona, un hombre de 69 años de edad, también en China. El 24 de enero, Francia anuncia al presencia de dos casos de COVID-19, los dos primeros detectados en Europa. A este anuncio se le suma Australia. 27 de enero, primer caso en Alemania. La globalización empieza a trabajar: el virus comienza a expandirse por todo el mundo.

El 13 de febrero, España se suma a esta ruleta rusa. Fallece en el hospital Arnau de Vilanova de Valencia la primera persona registrada en España por COVID-19, un hombre de 69 años que había viajado a Nepal.

En marzo, el coronavirus ya se había expandido por todo el mundo, imparable. Cuando el jueves 12 de marzo regresamos a nuestros hogares desde los trabajos y colegios, aún no imaginábamos que ese habría sido nuestro último “día normal”. La suspensión de colegios va anunciándose gradualmente por todo el país. El viernes 13 de marzo a las 00.00 horas, tal y como había anunciado el presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, España decretaba el Estado de Alarma, y la población quedaba confinada en sus casas. Nadie podrá salir de ella, a excepción de los “trabajadores esenciales”: sanidad, comercios de comida, seguridad, transportes, limpieza, periodistas, veterinarios... En el mundo ya son mas de 150 países contagiados. Italia es uno de los que está a la cabeza, sobrepasando ya entonces los 20.000 contagios.

El confinamiento en los hogares españoles se mantuvo hasta mayo. Normas que, sin embargo, no habían sido del todo bien acatadas por una población a veces irresponsable. En apenas dos meses y medio de confinamiento se habían registrado unas 800.000 denuncias en España por saltarse las medidas de confinamiento.

Fue el 28 de abril de 2020 cuando Pedro Sánchez anunció que comenzaba el Plan de desescalada, en cuatro fases graduales, y que llevarían hasta el desconfinamiento total de la población. El 21 de junio el país entraba en la llamada “nueva normalidad”. Una normalidad que ya nunca volvió a ser normal. Habíamos finalizado la primera ola del COVID-19. Pero aún quedaban, al menos, la segunda y, en la que nos encontramos ahora, la tercera ola. Vendrían nuevos estados de alarma -no regresó el confinamiento total en los hogares a nivel nacional-, confinamientos por ciudades, cierres perimetrales de las comunidades o de los territorios, ‘toque de queda’ para volver a casa, y entre otras medidas, el uso obligatorio de la mascarilla.


El coronavirus había cambiado nuestras vidas. Además de las muertes y el sufrimiento, se había hecho también presente en nuestro día a día. Dejamos de abrazarnos y de besarnos y los saludos, esos tan cálidos que caracterizaban a los latinos, se convirtieron en un “codo con codo”. Las fiestas, las reuniones, los encuentros familiares y de amigos se vieron obligados a la mínima esencia, con limitaciones de aforo y limitaciones de personas, no más de 4, de 6, de 10 personas a lo sumo. Las “quedadas” se disiparon para quedarse únicamente en los grupos de reuniones habituales, en los núcleos de convivencia, en los más allegados.

Además, también a nivel social, se suspendieron todo tipo de actos masivos. Se suspendió lo que quedaba de Carnaval, no hubo Semana Santa -tampoco la habrá probablemente este año-; no hubo competiciones ni macroconciertos ni festivales de verano, no hubo Rocío, ni romerías, ni ferias ni fiestas patronales; y la Navidad se dejó en su mínima esencia, sin fiestas sin concentraciones sin cabalgatas de Reyes.  

La falta de ocio popular y el fin de los viajes provocó que económicamente muchos territorios que vivían del turismo se fueran a pique. También otras profesiones: el cierre de negocios, los despidos o suspensiones del empleo que pasaron a denominarse “ERTES”. A nivel laboral, el COVID-19 estaba dejado una profunda huella, con cifras históricas de desempleo, con la caída abismal de la economía mundial. Y entre las profesiones que permanecieron se impuso el “teletrabajo” como forma predominante. Reuniones por zoom, horario laboral difuminado, el mundo más solo que nunca, más globalizado, y más conectado al mismo tiempo.

Pero también el COVID marcaba más que nunca las diferencias entre unos y otros ciudadanos. Mientras algunas personas presumían de confinamiento en el jardín, con terraza y todas las comodidades, muchas familias parecían sardinas enlatadas en pisos del siglo XX, pequeños y poco ventilados. Mientras unos se asomaban a cantar en maravillosos balcones con vistas, otros miraban el televisor para escuchar el ‘Resistiré’.

La nueva normalidad nos trajo la fuerza de la ciencia, la evidencia de que invirtiendo suficientes recursos económicos y humanos se puede avanzar, se pueden sacar vacunas en un año. Pero nos trajo también radicalismos, violencia, exaltación y políticos a la gresca.

La nueva normalidad nos trajo una balanza distinta de prioridades, nos hizo saber quiénes estaban y quiénes no. Nos trajo evidencias que mostraban las necesidades. Dicen que la pandemia nos ha humanizado, nos ha vuelto más solidarios, pero también otros dicen que ha sido justo lo contrario: nos ha hecho más solitarios, más independientes, más egoístas.

Probablemente se han tocado ambos extremos. Un año de COVID-19 nos ha dejado imágenes de personas voluntarias llevándole la compra a abuelos solos encerrados en casa, y nos ha dejado también imágenes de personas cayéndose en la calle sin que nadie las ayude a levantarse por miedo al contagio. Un año con lo mejor y lo peor del ser humano.

Y aún nos queda 2021.


Artículo publicado en Qrónica