Chauen, el azul de la contemplación


Foto: Á. Gilabert

"Encuentros, apretujones del gentío, almáciga de historias, músicos, bazaristas, fotógrafos, extranjeros atípicos”. Conceptos con los que el escritor español Juan Goytisolo describe al vecino Marruecos. El país africano se ha abierto camino como destino de referencia entre los viajeros románticos, que buscan en él los relatos de Paul Bowles. Tánger despunta por su legado cultural, Tetuán por la autenticidad de sus medinas y Marrakech por la concentración de aromas, turistas y mercaderes de su plaza central, Jemaa El-Fna. Pero frente al bullicio, el desierto evoca una sensación de calma solo comparable a la que invita Chauen.

Foto: Gardeu
Parece un pueblo de apariencia marinera sacado de las islas griegas, pero está enclavado en la cordillera del Rif, a una hora y media de Tetuán. Chauen es el contraste mostrado en dos colores: blanco y azul. Y este azul -cobalto, celeste, brillante-, siempre presente, es el que lo ha convertido en uno de los destinos más fotografiados del norte de África. Un color que, cuentan las leyendas, empezó a utilizarse porque ahuyentaba a las moscas, aunque también se dice que los judíos lo eligieron para reemplazar el verde del Islam en los años 30.

Al adentrarse en su medina, con cinco puertas de entrada, llama la atención que, frente al caos de otras ciudades marroquíes, Chauen evoca calma. El azul se asocia a la serenidad, pero el orden en que se colocan los puestos y la cerámica por sus empinadas calles llenas de escalones contribuye a dibujar esa sensación de armonía.

Foto: Gardeu
Chauen es un pueblo para detenerse a contemplar. A cada paso, un pequeño telar artesano hila mantas de colores llamativos, entramados de rojos, amarillos y naranjas, formando colchas que apetece comprar aunque no se sepa dónde se colocarán después. La viveza de estos tejidos hace seria competencia a las fachadas azules de donde cuelgan. Otro de los productos estrella es el tinte: pigmentos en polvo para teñir la cal y pintar las estancias de tonos vivos. Es curioso que una amplia gama de colores tiña toda la artesanía de un lugar que se sitúa en el puesto de los más bellos precisamente por su monocromatismo.

Mi primer viaje a Chauen. 
El centro neurálgico de Chauen es la plaza Uta el-Hammam, donde todos los cafés ofrecen el característico té de menta. A unos diez minutos de allí, en el restaurante Aladdin se puede probar comida marroquí, como ensalada de naranja y dátiles, tajine de pollo o cordero con ciruelas o cuscús. De postre, ‘kaab al-ghazal’ (cuernos de gacela), una pasta de almendras aromatizada con agua de azahar. Subiendo a su terraza se contempla la Gran Mezquita y las murallas de la Alcazaba. Construida en 1471 por el fundador de la ciudad, Moulay Ali ibn Rachid, tiene un jardín con palmeras por el que se accede a las torres. Desde sus cuatro alturas uno puede recrearse en la vista de la ciudad, fotogénica y serena.

Foto: Á. Gilabert
Tras el almuerzo, el viajero puede ir alejándose del centro, del gentío, de la kasbah con murallas rojizas. Abandonar esa combinación arquitectónica y cultural que entremezcla la tradición árabe con la hispánica y la judía para subir a la montaña. Chauen no solo es azul, también es aire puro, colinas y nubes sobre ellas. Desde lo alto se ve el manantial Ras el-Maa, donde los niños juegan y se bañan ajenos a sus madres, que los vigilan mientras lavan la ropa.

Como dice Goytisolo, Marruecos es un país para descubrir a vista de pájaro, con sus matices y contrastes. El autor recoge una antigua historia bereber, la leyenda de que las cigüeñas (tan veneradas en Marruecos) son seres humanos que, a fin de viajar, se transforman en aves migratorias. Tras cumplir su objetivo, regresan a la tierra. Así es como el viajero atento debe adentrarse en el pueblo azul. Como una cigüeña.



Artículo publicado en Passenger6a